viernes, 25 de enero de 2008

Salir del armario I

No sé si la lesbiana nace o se hace, mi memoria no alcanza a mis primeros años, pero sí un poco más adelante, justo en plena infancia, cuando se supone que empiezas a tener consciencia de tu cuerpo, o quizá yo la tuve muy pronto.

Soy hija única y recuerdo que algunos de mis juegos preferidos era atar un trapo desde un sofá de mi habitación a mi armario, poner una manta en el suelo y fingir que estaba en una isla desierta, ser uno de los protagonistas de Oliver y Benji o montar una “novela” con los playmobil en la que el sirviente de la casa llevaba una doble vida como ladrón junto con un indio y se enamoraba de la hija de sus jefes, que a su vez estaba saliendo con un joven arrogante del fuerte, hasta que era raptada por los piratas…

Lo que tienen en común todas estas historias es que yo siempre era un niño en mi imaginación, un héroe que terminaba salvando o sorprendiendo a una damisela en apuros y por si fuera poco, estaba enamorada de la protagonista de una película que veía cada fin de semana y no me cansaba: Mary Poppins.

Con el tiempo entendí que este amor marcaría mi futuro: mujeres prepotentes, arrogantes, poseedoras de la verdad suprema que hacían volar tu fantasía hasta límites insospechados, que se tomaban un té contigo en las nubes y te hacían bajar de ellas con sólo dos frases malintencionadas.

Por aquel entonces y supongo que hoy en día más de lo que me gustaría, la educación familiar o escolar sólo te hablaba de la posibilidad de que los hombres estuviesen con las mujeres, así que en mi imaginación, si quería sentirme bien, tenía que ser uno de ellos, lo que nunca significó que quisiera cambiarme de sexo, pero no entraba en mi cabeza que dos chicas estuviesen juntas, eso no existía.

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