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Cuando una da el primer paso para salir del armario, al menos en mi caso, no reconoce directamente que es lesbiana, estas afirmaciones tan rotundas conllevan un proceso en el que lo mejor es tantear con la bisexualidad, ya no tanto por lo que opinen los demás, sino por si eres tú la primera en tener que recular en un momento determinado.
Nunca me importó especialmente lo que opinase el mundo al respecto, creía que la gente que me quería seguiría haciéndolo independientemente de mi condición y no me equivoqué, salvo excepciones masculinas que vieron peligrar a sus novias o no sé que otras historias se montaron en la cabeza.
Al principio todo fue muy sencillo, lo sabían un par de amigas y el mundo seguía igual que cuando era hetero, miraba a mi alrededor y nada había cambiado, salvo la cara de estúpida que se me quedaba cada vez que veía a Alicia (la mango) saludarme desde el otro extremo del bar.
Sin embargo, si hay algo que no he podido controlar a lo largo de mi existencia han sido los impulsos, y menos con dos Martini de más (por aquel entonces es lo que tocaba cuando no era Ponche con Coca-Cola o con chocolate, además de millones de chupitos con sabor a colonia). Así que un sábado haciendo botellón en el “Caminillo”, una explanada en mi pueblo llena de mierda y tierra al lado de la vía del tren (más tarde el Ave… con categoría) se me ocurrió declararme pese a las recomendaciones de Ali, que procuraría evitar los mismos errores que empecé a cometer en cadena.
Cuando una da el primer paso para salir del armario, al menos en mi caso, no reconoce directamente que es lesbiana, estas afirmaciones tan rotundas conllevan un proceso en el que lo mejor es tantear con la bisexualidad, ya no tanto por lo que opinen los demás, sino por si eres tú la primera en tener que recular en un momento determinado.
Nunca me importó especialmente lo que opinase el mundo al respecto, creía que la gente que me quería seguiría haciéndolo independientemente de mi condición y no me equivoqué, salvo excepciones masculinas que vieron peligrar a sus novias o no sé que otras historias se montaron en la cabeza.
Al principio todo fue muy sencillo, lo sabían un par de amigas y el mundo seguía igual que cuando era hetero, miraba a mi alrededor y nada había cambiado, salvo la cara de estúpida que se me quedaba cada vez que veía a Alicia (la mango) saludarme desde el otro extremo del bar.
Sin embargo, si hay algo que no he podido controlar a lo largo de mi existencia han sido los impulsos, y menos con dos Martini de más (por aquel entonces es lo que tocaba cuando no era Ponche con Coca-Cola o con chocolate, además de millones de chupitos con sabor a colonia). Así que un sábado haciendo botellón en el “Caminillo”, una explanada en mi pueblo llena de mierda y tierra al lado de la vía del tren (más tarde el Ave… con categoría) se me ocurrió declararme pese a las recomendaciones de Ali, que procuraría evitar los mismos errores que empecé a cometer en cadena.
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